Abstracts
Zusammenfassung
La Filosofía y la Literatura han reconsiderado su secular creencia y juicio respecto a sus posibilidades de representar lo real. Siempre conflictivas entre sí, pocas vacilaciones cundían, sin embargo, a la hora de entender que lo real podía ser expresado en un proceso de producción reflectiva en la que, como en la superficie del espejo, se reconociera lo real. Pues bien, dicha consideración, que se remontaría al esfuerzo aristotélico, es, sin lugar a dudas, uno de los signos fundamentales del cataclismo postmoderno que se reafirma sobre incursiones previas y consideraciones marginales en la historia del común lugar cultural. Así, la Filosofía –y, por extensión, todo saber serio (como la Historia, malogradas sus aspiraciones por los trabajos de White)– han cedido a la pretensión de presentarse como espejo en el que lo material se acoge: la reaparición sorprendente de Nietzsche significa un golpe contundente a la virtud tradicional de la Filosofía debido a la fundamentalidad epistemológica concedida a la noción de interés. Compartiendo su atmósfera, las obras literarias de autores como Celan o Beckett, que se presentan como las expresiones más aceradas de la literatura como no-representación, refuerzan la impresión de que lo real-material es irrepresentable. Las razones son tan claras como contundentes, al menos desde el punto de vista del diálogo crítico en relación al discursear clásico: por un lado, la irrupción de la subjetividad móvil e irreductible como origen de la escritura y, por otra parte, la consideración de lo real-material mismo como devenir y fluidez cuestionan gravemente la inteligibilidad de la Filosofía y la Literatura como representación.
Résumé
La Philosophie et la Littérature ont reconsidéré leur croyance séculaire et leur jugement en ce qui concerne les possibilités de représenter le réel. Depuis toujours en conflit, il existait néanmoins peu de différences entre elles pour admettre que le réel pouvait se révéler dans un processus de production réflective où, comme sur la surface d’un miroir, on reconnaîtrait le réel. Or, cette considération – qu’on pourrait faire remonter jusqu’à Aristote – est, sans aucun doute, l’un des signes fondamentaux du cataclysme postmoderne réaffirmé par les incursions préalables et les considérations marginales dans l'histoire du lieu culturel commun. Aussi la Philosophie – et, par extension, tout savoir sérieux (comme l'Histoire, dont les aspirations ont été malmenées par les travaux de White) – a-t-elle cédé à la prétention de se présenter comme un miroir qui reflèterait le matériel : la réapparition surprenante de Nietzsche porte un coup à la vertu traditionnelle de la Philosophie dû à la qualité épistémologique fondamentale accordée à la notion d’intérêt. Plongées dans une même atmosphère, les œuvres littéraires d'auteurs comme Celan ou Beckett, qui sont présentées comme les expressions les plus acérées de la littérature comme non-représentation, renforcent l'impression que ce qui est réel-matériel ne peut pas être représenté. Les raisons sont aussi claires qu’évidentes, tout au moins du point de vue du dialogue critique par rapport au discours classique : d’un côté, l'irruption de la subjectivité changeante et irréductible comme point de départ de l'écriture et, de l’autre, la considération de ce qui est réel-matériel comme devenir et fluidité, mettent en question l’intelligibilité de la Philosophie et de la Littérature en tant que représentation.
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La Filosofía y la Literatura han reconsiderado su secular creencia y juicio respecto a sus posibilidades de representar lo real. Siempre conflictivas entre sí, pocas vacilaciones cundían, sin embargo, a la hora de entender que lo real podía ser expresado en un proceso de producción reflectiva en la que, como en la superficie del espejo, se reconociera lo real. Pues bien, dicha consideración, que se remontaría al esfuerzo aristotélico, es, sin lugar a dudas, uno de los signos fundamentales del cataclismo postmoderno que se reafirma sobre incursiones previas y consideraciones marginales en la historia del común lugar cultural. Así, la Filosofía -y, por extensión, todo saber serio (como la Historia, malogradas sus aspiraciones por los trabajos de White)- han cedido a la pretensión de presentarse como espejo en el que lo material se acoge: la reaparición sorprendente de Nietzsche significa un golpe contundente a la virtud tradicional de la Filosofía debido a la fundamentalidad epistemológica concedida a la noción de interés. Compartiendo su atmósfera, las obras literarias de autores como Celan o Beckett, que se presentan como las expresiones más aceradas de la literatura como no-representación, refuerzan la impresión de que lo real-material es irrepresentable. Las razones son tan claras como contundentes, al menos desde el punto de vista del diálogo crítico en relación al discursear clásico: por un lado, la irrupción de la subjetividad móvil e irreductible como origen de la escritura y, por otra parte, la consideración de lo real-material mismo como devenir y fluidez cuestionan gravemente la inteligibilidad de la Filosofía y la Literatura como representación.
La consideración de la sombra y de la obra de S. Beckett provoca asombro y ocasional pánico. Sus personajes novelescos se arrastran empeñados en decir lo indecible, en transmitir celosamente una imposibilidad perturbadora que, sin embargo, les hace saberse existentes, y, por otra parte, sus antihéroes teatrales parecen destinados a un terrible holocausto que les va inevitablemente transformando en mudas sombras de sí mismos, anuncio en la oscuridad mortecina de un estar yéndose que ni culmina ni se inicia sino como reiteración de que lo que sabemos no es sino tartamudeo interminable de una primera-última palabra. El estremecimiento que su sombra y obra nos provocan es muy similar y próximo al que nos entrega como un regalo envenenado Paul Celan cuya obra poética es también un sigiloso aproximarse al silencio que, sin embargo, se rechaza con la misma insolencia que dicta la vocación del personaje de El innombrable, la obra que cierra la trilogía beckettiana: "Estoy obligado a callar. No me callaré nunca. Nunca", asegura.
Si hoy y aquí hermano a Beckett y Celan no es porque el poeta supusiera estar muy cercano a Beckett, de quien afirmó Celan, según el testimonio transmitido por Felstiner que "es probablemente la única persona con la que podía haberme entendido"[1]. Ni siquiera porque en su destino paralelo de exiliados brille una pesarosa luminosidad de extravío y desarraigo. Si los hago hablar ahora entre ellos es porque ambos operan sobre el esfuerzo de un "estrangulamiento de la lengua". Tal afirma Lacoue-Labarthe del oficio pesaroso del poeta rumano, pero habremos de extender el juicio a Beckett: ambos son dos de las presencias que con más fuerza renuevan la "imposibilidad de la representación" -aunque su existencia sea una esquiva y paradójica meditación sobre la representación. Son así, y obligatoriamente, hoy, nuestros primeros compañeros, nuestros vecinos a lo largo de este breve viaje que vamos a recorrer juntos -pero, como veremos, no los exclusivos, aunque acaso los más deseados. Si son los más deseados es, como supondrán, porque tanto uno como otro hacen de su extraña afición un recurso interminable para decirnos la imposibilidad de la representación -ni el uno ni el otro podrían considerarse "escritores profesionales": en todo caso, traductores, manchadores de cuartillas con el empeño de subrayar que sumar líneas, diálogos y versos es el único destino que resta a la escritura-. Olga Bernal, perspicaz lectora de Beckett, percibió con lucidez el extraño destino de una literatura que tomó como horizonte decir la inutilidad del habla, la irrisión que ha de provocar todo decir: apunta que al final de la consideración de su obra novelística "descubriremos que nada hay en el interior de las palabras", que toda representación carece de consistencia, que, en suma, sólo resta "condenarse al drama de la imposibilidad de decir"[2]. Hablaremos una y otra vez, aunque la razón de nuestro hablar sea indicar que para qué hablamos si lo vivido es galaxia invisible y el que recuerda un cuerpo al que el Tiempo acaba por transformar. Retengamos el fragmento de la larga y dilatada conversación que el escritor mantuvo con Ch. Juliet: "La escritura me ha llevado al silencio (dice Beckett). Largo silencio. (Y continúa Beckett:) Sin embargo tengo que continuar... Estoy frente a un acantilado y tengo que seguir adelante. Es imposible, verdad. Sin embargo, se puede avanzar. Ganas unos cuantos miserables milímetros"[3]. Y no pensemos que otro sea el destino de Celan: Allemann concluía que "me parece tarea casi imposible comentar de forma general y sucinta la poesía de P. Celan"[4] a propósito de una breve aproximación a un poema incluido en Von Schewelle zu Schewelle en el que el poeta cifraba en el dar sombra al proverbio el sentido de lo que se dice.
Pues bien, de lo que quiero hablarles es de una ilusión que aparece apuntada taxativamente en el título de mi intervención en el que me refiero a la imposibilidad de la representación -y de la que Beckett y Celan serían privilegiados testigos. Tras la mera apariencia de la afirmación del título, y que roza la insolencia o la provocación, existen, no obstante, otras huellas que, estando como diluidas, son las que en verdad me obligan ahora a pensar y que deseo revelar antes de avanzar un paso. No son referencias desordenadas, lo que ocurre es que todas se evocan mutuamente, deviniendo su claridad de lo que en las otras se cobija a la manera como las muñecas japonesas ocultan en su interior una nueva figura que añade o dice algo más puesto que, como bien supusiera Gombrowicz, "el mundo era en realidad una especie de biombo y no se presentaba de otra manera sino enviándome cada vez más lejos"[5]. Desde luego, a lo que me veo obligado es a justificar por qué esa manía de re-presentar es un desafío que está destinado a la frialdad. Y antes de abordar la cuestión introduciré dos cautelas -es curioso: toda tarea de-constructiva se teje sobre la acumulación de paréntesis, del fuego de las excepciones y de la sombra de insinuaciones rizomáticas que convierten en interminable la pretensión de una frase.
La primera se refiere al ámbito textual de nuestra propia referencia. Deseo que permanezca claro desde ahora mismo que cuando me refiero a la imposibilidad de la representación, a esa ilusión con la que me gustaría polemizar, quiero hablar de una ilusión que afecta igualmente a la filosofía y a la literatura -por lo que vengo prefiriendo hablar de escritura cuando rozo estas cuestiones. A pesar de las numerosas reticencias críticas aún mantenidas, ha de aceptarse que la imposibilidad de la representación literaria es algo considerablemente aceptado al menos en términos de polémica incluso académica -forma parte ya del orden del discurso. La radical desavenencia que teoriza tardíamente el romanticismo de Schopenhauer es la marca desigual de un camino sin retorno. Ya no hay apacibilidad posible: la irrisión que provoca toda pretensión de representación discurrirá paralelamente a las celebraciones renovadas a favor de un retablo universal del ser que se resiste a aceptar su fecha de caducidad y, a un tiempo, realimenta cansinamente la vocación isomórfica del arte-literatura desde la óptica crítica.
Más dificultades plantea la referencia al ámbito filosófico o, en general, al ámbito de los decires serios. Por esto, quiero recordar un texto de Merleau-Ponty que resulta sumamente revelador. Acaso no diga nada nuevo, pero expresa con relevancia inusual lo que quiero subrayar ahora. Se trata de un escrito recogido en Sentido y sinsentido y centrado en el análisis de la obra de S. de Beauvoir. Se trata de un texto temprano -1948-, que recoge intervenciones de distinta orientación. Me interesa de forma especial el trabajo titulado La novela y la metafísica en el que vienen a establecerse dos cuestiones esenciales al menos: por un lado, que las relaciones entre los ámbitos literario-filosófico han sido tradicionales, aunque "desde finales del siglo XIX, filosofía y literatura establecen relaciones más estrechas"[6] y, por otra parte, que la relación (oculta) se ha convertido en taxativa. Merleau-Ponty es rotundo: "Lo que pasa es que ahora se hace expresamente" -motivar filosóficamente un texto ficcional... "Desde este momento la tarea de la literatura y la de la filosofía ya no pueden andar separadas"[7], concluirá. Así, la seriedad del decir se desvanece y se recluye en la evanescencia y fortaleza de lo posible, de lo que yo veo o siento, de mi corporalidad irreductible. La genialidad requerida por Schopenhauer para la dignificación artística se convierte en marca propia del estatuto de la filosofía, de ese peculiar decir serio que tiende a la desmotivación del juego literario. Gadamer vino a observarlo en su obra fundamental -y en esta ocasión esquivaré las cautelas que sería preciso apuntar- cuando reflexiona largamente sobre la "pertenencia del intérprete a su texto"[8], lo que quiere expresar, ante todo, la sutileza de una presencia que, cuando menos, quiebra la fortaleza isomórfica de la escritura -algo, por otro lado, ya anunciado por los cínicos antiguos o Montaigne y magnificado por Nietzsche. Pero si aún se pensara que se trata de un descrédito alimentado al fin y al cabo desde la desmesura protagónica, convendrá añadir un último apunte al respecto.
Pues consideremos la fortuna del saber histórico. Posiblemente no exista euforia semejante a la que invade la conciencia cuando ésta, en la panorámica que comienzan a diseñar Condorcet y Kant, siente el alborozo provocado por la convicción de la posible recuperación del pasado y, aún más, de la entusiasmada visión del futuro. Ya no se precisa el forceps perceptivo que reclamara Blake en su oposición casi clandestina a sus patriotas empiristas: ahora, basta con reunir la totalidad de las piezas del puzzle y, luego de un meticuloso esfuerzo, surgirá la ciudad última. Hegel, Comte y Marx conforman la trinidad de estos jugadores que se congregan en el casino remozado con prisa y en el que, sin embargo, comienzan a observarse las primeras y fatales desventuras. Larga y nada serena ha sido la aventura teórica centrada en poner en cuestión la falta de seriedad del saber histórico -aún son potentes las resistencias... Pero quiero recordar a uno de los muchos autores que han afrontado con dignidad el asunto desde una perspectiva estrictamente académica. Me refiero a Hayden White: su propuesta de concebir el saber histórico como el efecto de una peculiar tropología no alejada de los recursos literarios, que le aconseja situar su proyecto antes como conceptualización de una poética del escrito histórico que como una filosofía de la historia, le llevaba a confesar y aclarar sin pesar alguno que "nunca he negado que el conocimiento de la historia, la cultura y la sociedad fuera posible; sólo he negado que un conocimiento científico, equivalente al alcanzado en el estudio de la naturaleza física, fuera posible"[9]. La seriedad del saber se desmorona. Como el propio Hayden sugiriera en El texto histórico como artefacto literario, "todo esto apunta a la necesidad de revisar la distinción convencional entre discurso poético y discurso en prosa en la discusión de formas narrativas tales como la historiografía y reconocer que la distinción entre historia y poesía, ya enunciada por Aristóteles, oscurece tanto como aclara ambas nociones. Si hay un elemento de historia en toda poesía, hay también un elemento de poesía en cada relato histórico acerca del mundo"[10].
La segunda cautela es de orden cronológico y se refiere al origen que marca Aristóteles. Es en las páginas de la Poética donde se aventuran algunas cuestiones que nos ayudarán a avanzar. Quisiera llamar la atención sobre dos aspectos. Referido el primero a la motivación antropológica que inclina al hombre a la producción de la tragedia, de la comedia y de otras actividades poéticas, Aristóteles afirmará al comienzo del II que "el imitar es connatural al hombre desde niño, y en esto se diferencia de los demás animales". El breve apunte antropológico es esencial, y máxime si tenemos en cuenta que la naturaleza de la imitación que provoca sinigual complacencia es la de aproximarse a la fecundidad del retrato. No puede pasar desapercibido que el filósofo ejemplifica su apuesta con la referencia a los retratos que permiten conocer sin haber visto con anterioridad el original. Y el segundo apunta en verdad al carácter de esa cautela que ya hemos considerado previamente, pues, como se recordará, Aristóteles advierte, al marcar la identidad del historiador y del poeta, que "no son diferentes por hablar en verso o en prosa (…) sino que la diversidad consiste en que aquel cuenta las cosas tales cuales sucedieron, y éste como era natural que sucediesen"[11]. En todo caso, Aristóteles da por sentado que la tarea de la escritura es la de re-presentar lo real -incluso en el caso de la poesía que estaría a la postre ceñida por la obligatoriedad de la verosimilitud.
Pues bien, estas dos cautelas que nos han entretenido limitan el horizonte en el que les invitaría a situarse. La disyuntiva teórica es clave: posibilidad o imposibilidad de la representación y, más allá, relativa posibilidad o imposibilidad radical de la representación según apuntemos a decires serios o meramente ilustrativos. Como veremos, demasiados asuntos se juegan en nuestro viaje. Vamos a intentar afrontarlos.
Debiéramos o podríamos comenzar por saber de qué se trata cuando hablamos de re-presentación. Nuestro diccionario concede varios significados al término: llaman la atención las acepciones 4 y 7. La primera de éstas confirma que representación indica "figura, imagen o idea que sustituye a la realidad", mientras que la 7 advierte que representación es una "cosa que representa otra". Dicha acepción parece inútil o absurda puesto que recoge lo definido en la definición. La acepción 4 sería, sin embargo, aceptable aunque parece desprovista del carácter filosófico que el término ha ido acuñando en nuestra tradición. Pues bien, sin pretender plantear una discusión filológica, entiendo que los términos alemanes que llaman la atención sobre lo que nos ocupa pueden ciertamente ayudarnos a avanzar. Dos términos sirven a la lengua alemana para aludir a nuestra propia palabra: Darstellung, por un lado, y, por otra parte, Vorstellung, q ue reúne en su significación referentes tan dispares como idea, concepto o espectáculo. En todo caso, Darstellung y Vorstellung apelan a un hacer presente lo que se considera patente para la conciencia en virtud del esfuerzo de una potencia -vorstellungsvermögen es el término (imaginación) que refiere el esfuerzo cerrando de esta manera un amplio campo semántico de naturaleza estrictamente filosófica. Retengamos con urgencia algo que entiendo esencial: la representación parece implicar en todo caso un hacer presente lo que se entiende como ausente, algo así como un reavivamiento de lo patente ahora escondido, y, obviamente, con la idea de un rehacer que parece pendiente de un fuerte criterio especular, pues hablamos de re-presentar, esto es, de extraer de la sombra algo para iluminarlo -es lo que se recoge en la acepción 4 de nuestro Diccionario. Si se quiere, la identidad del ser-pensar se traduce en esta similitud que afecta a la relación propia entre lo re-presentado y el objeto mismo de la representación -el espectáculo de una de las acepciones comunes de la lengua alemana que, por otro lado, aviva, como puede adivinarse, el esfuerzo de Schopenhauer en su alejamiento airado de Hegel.
Nuestros problemas comienzan realmente a plantearse ahora. De lo que se trata es de elucidar la naturaleza de eso ausente que se hace presente en la representación -literaria o filosófica. Las conclusiones derivadas son tan radicalmente extrañas que marcarían trayectorias paralelas en las aventuras respectivas de nuestros coyunturales campos de análisis.
Pues si pudiera garantizarse que lo ausente puede ser (re)presentado, por cuanto ha sido recibido en la conciencia, quedarían legitimadas la posibilidad y pertinencia del espectáculo que es la re-presentación. De más está decir que la aventura de nuestra factura occidental ha apostado mayoritariamente por esta convicción: aunque sea la obsesión platónica -como he querido poner de relieve en Mirada, escritura, poder [12] -, es igualmente cierto que, con reveladora insistencia, quienes han calibrado con vacilaciones las posibilidades de la representación a partir de su crítica a la identidad ser-pensar han desembocado en la aceptación de la posibilidad de la representación que no es sino el subterfugio de la glorificación epistemológica del conveniente isomorfismo. En la atmósfera de nuestra proximidad, de ese horizonte que podemos considerar nuestro subsuelo, Schopenhauer y Schelling se desenvuelven vacilantes y curiosos para quebrar la uniformidad gnoseológica que finalmente, sin embargo, retornará al orden en que han sido educados: la teoría del genio de uno y la intuición transcendental del otro remarcan fuertemente la posibilidad de la representación sustentada por un mecanismo gnoseológico que en ningún momento pone en cuestión la universalidad de la relación ser-pensar, sino, esencialmente, se limita a establecer un orden de prioridades militares en el orden de los conocimientos y representaciones. Y ni que decir tiene que la provocación marxista no es capaz en el asunto que ahora nos ocupa de quebrar esta frontera: más allá de sus obvias diferencias, quienes se inspiran en la tradición materialista del XIX -como Lukács, Adorno o Fischer- recalan en una concepción isomórfica que restaura los vínculos con la gran tradición moderna. La posibilidad de la representación, en un caso y en otro, está legitimada por una concepción que trasciende el hecho mismo de la representación, esto es, por la convicción de la posible identidad ser-pensar a la que subyace la consideración de una patencia que permite la elucidación de la Verdad misma del ser.
Ahora bien, si la naturaleza de lo que trasciende el hecho mismo de la representación obviara toda posibilidad isomórfica real-pensar, la representación devendría mero y radical espectáculo y debiera plantearse otro estatuto de la representación misma -retornaré al asunto cuando debamos reencontrarnos con Beckett y Celan... En efecto, ¿cómo miraríamos si nos encarnáramos en Bouvard y Pécuchet, esos dos geniales y sorprendentes protagonistas flaubertianos? Ni la confianza en los avatares de la astronomía, ni la convicción que permiten transmitir las religiones, ni la concepción histórica, ni los juicios literarios, ni la política parecen avalar la seguridad de que no existe límite entre las frases inocentes y las culpables, o, como afirmará con urgencia Pécuchet, que "una cosa prohibida hoy será aplaudida mañana"[13], no existiendo en consecuencia otra alternativa que el más aterrador de los escepticismos. ¿Acaso en tal circunstancia no estaríamos tentados de respetar la observación heideggeriana según la cual el verdadero decir no sería sino al "silencio del silencio"[14] y convencidos de la motivación de Rorty quien llamara la atención en La filosofía y el espejo de la naturaleza sobre la imprudencia de pensar que "la historia de la búsqueda de la verdad debe ser diferente de la historia de la poesía o de la política o del vestido"[15]. Y, en tal caso, frente al esfuerzo omnicomprensivo y cerrado que alienta toda representación sustentada en el isomorfismo, sólo cabría la posibilidad marcada por U. Eco en La obra abierta -si bien no convendría hacer especial hincapié en el receptor, sino en la tensión misma del productor: "En suma -escribía en la obra de 1962-, proponemos una investigación de varios momentos en que el arte contemporáneo se ve en la necesidad de contar con el Desorden. Que no es el desorden ciego o incurable -continúa-, el obstáculo a cualquier posibilidad ordenadora, sino el desorden fecundo cuya positividad nos ha mostrado la cultura moderna; la ruptura de un Orden tradicional que el hombre occidental creía inmutable y definitivo e identificaba con la estructura objetiva del mundo"[16].
Espero que hayan quedado perfectamente delimitadas las trayectorias diversas y no convergentes de la representación. Abundan una y otra en la posibilidad de una tensión resuelta entre mundo y conciencia: ¿lo ausente reaparece? Tal es la pregunta a la que subyace otra más radical: ¿es posible representar lo patente como aparición vicaria de la verdad del ser, de lo real? Como puede comprenderse, lo fundamental es abordar el problema de la relación de lo patente con la conciencia, de lo que denominamos real con el movimiento gnoseológico de la apropiación intelectual. Tampoco es difícil comprender que toda la aventura intelectual, filosófica y estética, del siglo XX radicó, estrictamente, en abordar el problema. El panorama pudiera parecer desolador: los primarios conflictos que dibujan las pretensiones de Husserl y Bergson, por un lado, y de Freud, por otro, han venido a desembocar en la arcoirisación de las verdades que debe afrontar la línea más inquietante del horizonte postmoderno y la paralela resolución de un dogmatismo neoconservador cuya traducción política no debiera servir para enmascarar sus fidelidades filosóficas.
¿Y volvemos a replantear el problema? Mucho me temo que retornar a lo obvio es síntoma de que la obviedad no es sino una manera de provocar a la indiferencia. Pero no quisiera reeditar una revisión académica. Quiero traer a colación un ejemplo que resume, desde mi punto de vista, la verdad de la relación ser-conciencia y, directamente, ayuda a responder sobre la verdad misma de la representación.
Es conocida la obsesión de Van Gogh por retratarse. Conservamos más de treinta autorretratos del desdichado pintor. Ninguno de ellos es una obra menor. Pero lo curioso es que las diferencias fisionómicas y, sobre todo, el carácter que transmiten cada uno de ellos es tan elocuentemente diverso que sería muy difícil hacernos una idea cabal de cómo era Van Gogh en realidad. Complicación que se agrava si tenemos en cuenta los retratos que realizan algunos de sus contemporáneos: Gauguin le recupera en 1888 en su oficio de artista -pintando girasoles- en un retrato impersonal y fauvista, Toulouse-Lautrec le salva como un compañero normal, como nos gustaría que nos recordara un amigo cercano. Acaso el retrato ajeno más espeluznante sea el de Standish Hartrick que, en 1866, le retrata con la boca semiabierta que permite ver la dentadura destrozada, cariada. Desde luego, acentúan la inquietud ante la imposibilidad de saber cuál es el auténtico rostro de Van Gogh.
Sin embargo, lo curioso y revelador para nosotros es considerar cómo se ve a sí mismo Van Gogh. Desde luego, los primeros retratos del periodo parisino -hacia 1886- nos revelan la imagen de un hombre sosegado y tranquilo. Se trata de autorretratos en los que aparece elegante, en pose cuidada. Podríamos concluir que se trata de trabajos de estudio. Serio, pero no amargado. Fumando la pipa que, según tradición, pidió en el lecho de muerte cuando ya todo estaba dicho y ejecutado. Algo, desde luego, es modificado en los años inmediatos. No sólo estilísticamente, puesto que los autorretratos producidos entre 1887 y 1888 ya prefieren las pinceladas fuertes, tan características tardíamente, e, incluso, revelan la aceptación coyuntural del puntillismo, sino que Van Gogh es ya otro. Un otro sumamente paradójico: en algunos parece tranquilo, como en ese en el que se presenta tocado con un sombrero amarillo o ese otro en el que, cubierto con un sombrero gris perlado y luciendo una pajarita azul, acentúa su serenidad, pero, sin embargo, también podemos descubrir otros extraordinariamente desasosegantes. Es el caso de la autopresentación fechada a principios de 1888 que nos los muestra sosteniendo la colorista paleta y prematuramente avejentado o, sobre todo, ese angustioso autorretrato en el que su rostro está surcado por marcas dejadas por la reja de la pobreza y la desolación. Semejante sorpresa a la que me vengo refiriendo se deriva también de la consideración de los autorretratos de Arlés y de Saint Rémy: la destrucción parece haberse acentuado. Los dos recuerdos del acontecimiento de la mutilación son curiosos: desde luego, la fisonomía de Van Gogh no parece la misma -el segundo, en el que se colorea una muestra de Gauguin es, por así decirlo, más Van Gogh que el primero. En general, abundan en los pintados en esta época la transmisión de una desolación inequívoca. En uno de ellos, sobre fondo verde, resurge un rostro inquisitivo, demasiado anguloso, con el pelo corto y la frente amplia, mirando de soslayo. Pero, a un tiempo, Van Gogh se pinta a sí mismo en septiembre de 1889 con el semblante sereno en una composición que transmite confianza y plenitud: el autorretrato azul, conservado en el Museo dáOrsay, es evidencia de una serenidad gozosa, posiblemente el autorretrato más equilibrado y luminoso -y, desde luego, el que prefiero.
Pues bien, qué nos sugiere esta circunstancia que he debido resumir obligadamente... Podría decirse que apenas los rasgos cambian, que el carácter se modifica, que el humor es cambiante, que la edad nos derrota. Pero sería una conclusión precipitada, ya que ha de tenerse en cuenta que los treinta autorretratos se realizan en un tiempo realmente corto -entre 1886 y 1889. O bien podría subrayarse igualmente que el trabajo de los sentidos -de la vista en este caso- y la autopercepción se modifica y que, consecuentemente, las representaciones deben ser diferentes. Abordaríamos, entonces, un problema gnoseológico: la representación de lo real está determinada por el estado de la máquina perceptiva y, considerada la variedad innegable de las representaciones, debiéramos concluir que la representación es improbable o, al menos, polémica en todo caso, aunque una representación ofrecería la cabal imagen reflectiva. Es indudable que la aventura crítica al respecto abona esta interpretación de la obra como una estructura abierta que, como diría Eco, marca la posibilidad "de una multiplicidad de intervenciones personales"[17] -en nuestro caso nos enfrentaríamos al Van Gogh enloquecido, malhumorado, fracasado, etcétera.
Ahora bien, sería posible -y así lo aventuro- trasladar el problema del horizonte gnoseológico al marco ontológico. Intentaré explicarme. ¿No es posible y razonable la sospecha de que todos los autorretratos son Van Gogh, es decir, transmiten una realidad innegable? El problema, en efecto, no es que nuestros sentidos nos engañen o que nuestros humores nos inclinen a representar diversamente -lo que, por otro lado, también resulta innegable-, sino que lo real es dinámico, líquido, me atrevería a decir si la conceptualización de Bauman no comenzara a desorientarnos. En efecto, lo real no es sino la constitución particularizada del sujeto constituyente que es, en esencia, máquina productiva que sólo convencionalmente merece el nombre de sujeto. Así, el problema no es que Van Gogh se vea de distinta manera en 1886 y en 1889 o en la mañana y la tarde de un día de septiembre de 1889 debido a las circunstancias que le envuelven, sino que, en verdad, Van Gogh no es sino Van Gogh cambiante que no tiene rostro.
Las posibilidades de la representación como mímesis, tal y como viene siendo ésta entendida por la tradición, se reducen radicalmente. Y resulta que no porque el sujeto irrumpa como modelo o máquina a relatar o relatarse -esta pretensión marca una etapa de la aventura occidental, ni más ni menos, tan insuflada de omnicomprensión como las que la precedieron-, sino porque apresar lo real es imposible excepto como puro tránsito y evanescencia ontológica. La constitutiva liquidez del ser para nosotros convierte todo intento de representación en un juego. Y, desde luego, como ya advertía en una primaria observación al comienzo, esto se produce y evidencia tanto en el mundo literario como en el filosófico. Acostumbrados hoy a considerar la literatura como una marca inapelable de la irreductibilidad, olvidamos que hace poco más de cien años Balzac, Zola, Flaubert o Tolstoi se hubieran manifestado radicalmente contrarios a los excesos subjetivistas que canonizaron definitivamente el expresionismo y el dadaísmo. Y la filosofía deriva en semejante zona teórica. Deleuze afrontó en 1968 la cuestión, homenajeando una tradición cuya luminosidad no ha cesado de crecer: escribía en Diferencia y repetición, en combate abierto contra las engañosas reflexiones sobre la diferencia -polemizando concretamente con Aristóteles-, que "la cuestión está en saber si, bajo todos estos aspectos reflexivos (identidad del concepto, oposición de los predicados, analogía del juicio, semejanza de la percepción), la diferencia no pierde a la vez su concepto y realidad propias. La diferencia... sólo encuentra un concepto efectivamente real en la medida en que designa catástrofes, ya sean éstas rupturas en la continuidad de la serie de las semejanzas o fallas infranqueables entre las estructuras análogas. La diferencia no deja de ser refleja salvo para convertirse en catastrófica"[18]. Esto eso, sólo puede hablarse de diferencia por cuanto el ser está asediado por las catástrofes plenarias que dan sentido a su univocidad plurimodal. No resulta extraño, en consecuencia, que el asedio que padece la literatura realista o naturalista del XIX sea similar al que afecta a los monumentos catedralicios en que pretendieron convertirse las obras de Hegel, Schelling o Marx.
Es la herencia que recibimos de ese Nietzsche que abre Humano, demasiado humano con ese parágrafo especial que, refiriéndose a lo que denomina la filosofía histórica, afirma que, según su criterio, "no hay, en rigor, ni una conducta altruista ni una contemplación completamente desinteresada: ambas cosas no son más que sublimaciones en las que el elemento fundamental aparece casi volatilizado y sólo a la más sutil observación le es factible todavía comprobar su existencia"[19]. La química de los conceptos y sentimientos se altera sustancialmente. Y debe observarse que Nietzsche unifica la referencia de conceptos y sentimientos, marcando una reunificación que quiebra la tendencia de la tradición y que le aconseja escribir los aparatosos parágrafos de la Cuarta Parte en los que el artista aparece como "un ser retrógrado" que añora lo "propio de la juventud y la infancia" y que, como les ocurriera a Homero y Esquilo, alejados de la fuerza vital que marca las existencias, desembocan en la melancolía y en "un vehemente antagonismo entre él y los hombres coetáneos de su período"[20]. Su rigor incendiario no decrecerá: la existencia es el despliegue de la voluntad de poder que altera lo real. Si "únicamente regresa la afirmación, únicamente regresa lo que puede ser afirmado, únicamente la alegría retorna"[21], como apuntaba Deleuze, debemos entender que de lo que se trata es de aceptar que lo real es el descubrimiento permanente de una novedad insospechada. Es la herencia que recibimos de Spinoza, que convierte el movimiento de las subjetividades en un tránsito permanente sobre lo real que es alterado por la imaginatio productiva que ha de esforzarse en conformar la verdad del ser a las adecuaciones requeridas para mantenerse como vida. ¿Qué resta entonces, en efecto, sino la escritura que Deleuze y Guattari denominaron rizomática, esa escritura que reduce la verdad del ser a una patencia que se clava en la línea, en el fragmento, en el capítulo, y que reasume en su visibilidad móvil el hecho de que la patencia es la verdad del ser y, a un tiempo, su transitoriedad radical y constitutiva?
Me gustaría dar un paso adelante. Volvamos a los autorretratos de Van Gogh. Porque esa disparidad que hemos recordado podría dejar la puerta abierta a la verdad contenida en uno de ellos, recayendo en las críticas que alimentan el inicio de las filosofías de Platón o Descartes para quienes fue preciso volver a un nuevo diseño que podría ser el definitivo, dada la disparidad de lo actualmente contemplado.
Bien. Ahora jugaré un tanto retóricamente. Que se me permita... Conservamos varias fotografías de Van Gogh que podrían ayudarnos a resolver el enigma transmitido por la diversidad de los autorretratos. Pero, en general, se tratan de poses muy tempranas: a los 13 años, fotografiado por B. Schwarz, a los 18 años cuando trabajaba en la Galería Goupil de La Haya o a los 19 en una elaboración cuidadosa de J. M. W. de Louw. Están datadas respectivamente en 1866, 1871 y 1872. Está claro que ninguna de ellas es Van Gogh. Acaso la única fotografía que nos aproxima realmente a nuestro Van Gogh sea la que alguien realizó en Asnières -pero acaso esté hecha con un artilugio mecánico y no exista un tercer personaje... El hombre que está de frente es Emile Bernard, un pintor de cierta relevancia que admiró tempranamente a Van Gogh y a Gauguin y del que se conserva un retrato al óleo de Toulouse-Lautrec: una de sus pinturas más significativas, titulada Interior de una tienda en Pont-Aven y datada en 1887, un año antes de esta fotografía tomada en Asnières, puede verse en el museo Thyssen. Podemos descubrir a otra figura que mira hacia la cámara, pero desinteresado de la escena y la conversación que mantiene Bernard y, como telón de fondo, un local de comidas y bebidas. ¿Van Gogh? Es el personaje que está de espaldas, inclinado sobre la mesa, oculto su rostro.
He dicho que ahora prefería jugar. Sólo que se trata de un juego muy serio. Lo real está oculto, es el ocultamiento mismo. Las decenas de autorretratos de Van Gogh son todos válidos y reales por cuanto lo que aparece, que es lo que puede desvelarse del ser que se licua, es lo único que puede representarse. Es una patencia móvil, que factura continuamente catástrofes y abre simas, que encuentra en el júbilo de su plegarse la auténtica verdad que ha de esquivar la manía de la conciencia. Si parafraseáramos lejanamente a Blanchot -y por qué no hacerlo si también está a nuestro lado-, diríamos que el ser es lo indecible y que, por lo mismo y en consecuencia, sospechar siquiera la posibilidad de una representación que no sea rozar la patencia es una vanagloria realmente ofensiva. El punto al que deseaba llegar es precisamente éste: la verdad de lo real se oculta para nosotros, o, si se quiere, el mundo es sólo la patencia para nosotros de la materialidad que, ahí, se esconde porque, en verdad, no existe sino como imposibilidad para la conciencia. O, si se quiere, representar es evocar la ausencia del ser... Platón tenía razón en las motivaciones de su intervención fiscal contra los poetas: estos se limitan a producir simulacros. Pero lo que no estaba en condiciones de comprender es que este producir simulacros es la consecuencia de la indecibilidad de la verdad del ser rigurosamente ausente para nosotros. En un capítulo titulado El ateísmo y la escritura. El humanismo y el grito, recogido en El diálogo inconcluso, escribe Blanchot lo siguiente: "Escribir no es hablar. Lo que nos lleva de nuevo a la otra exclusión: hablar no es ver, y así a rechazar todo lo que -audición o visión- definiría el acto en juego dentro de la escritura como la aprehensión inmediata de una presencia, ya sea de interioridad o de exterioridad. El corte exigido por la escritura es corte con el pensamiento cuando éste se da como proximidad inmediata, y corte con toda experiencia empírica del mundo. En este sentido, escribir es también ruptura con toda conciencia presente, pues siempre está comprometido en la experiencia de lo no-manifiesto o de lo desconocido"[22].
No estaría de más cuestionar lo que es, entonces, la verdad o patencia del simulacro. Nos llevaría muy lejos. Baste apuntar que todo simulacro se revela como constitución de un espacio-tiempo en el que la conciencia sitúa lo que se manifiesta como posible para ser representado. Francastel dedicó los tres magníficos capítulos centrales de Pintura y sociedad a la consideración de los mecanismos perceptivos que constituyen los espacios renacentistas y la desembocadura en el nuevo espacio que es alertado en las primeras décadas del siglo XX. Sólo que, como debemos saber, no se trata de novedades puramente estéticas: transversalmente sugieren la certeza ontológica de una realidad que se revela en las alteraciones, en los juegos de composición espacio-temporal, en la incidencia sobre la subjetivización radical de la patencia del ser. Tal es la perspectiva que quise proyectar en el capítulo 8 de Mirada, escritura, poder, en el que limitaba la esencia de la escritura tradicional, en tanto canonización de una mirada-visión, precisamente, en la producción de un espacio-tiempo que alcanza prevalencia política para sumergir la diseminación de las miradas en el territorio de lo caótico, lo imprudente o lo ocioso -cuando no de lo que merece un inmediato ordenamiento jurídico punitivo. En dicho capítulo pretendí recuperar la trayectoria teórica que permite pensar la conveniencia de este planteamiento que os presento, de la misma manera y con similar fuerza a la que quise depositar en el capítulo 13 -titulado Cortocircuitos- en el que homenajeé con la máxima pulcritud -o ésta era mi intención- a los autores (a los textos) que se enroscaban en otros espacios-tiempos, que se perdían en ellos, que los presentaban con ironía, crueldad o agobio como el recurso vital para esquivar las consecuencias de una Visión que no debe tener sino una traducción moral y política. Sé que nada nuevo oteaba en el horizonte -todo dicho, como sugería el desventurado Borges, pero nada dicho porque la patencia del ser no es idéntica jamás y requiere de su reaparición litúrgica para que el aburrimiento y el afán cansino del rebaño no nos contamine y convierta en cofrades del silencio y la culpa-. Es verdad. Nada dicho. Lo sabemos. Esto que me atrevo a recuperar hoy, cuando ya está dicho, lo había sugerido con potencia Nietzsche en el 19 de la Primera Parte de HDH al afirmar que "nuestras sensaciones de espacio y tiempo son falsas, pues, consecuentemente examinadas, conducen a contradicciones lógicas", abundando en una sorprendente observación kantiana -recogida en Prolegómenos a toda metafísica del porvenir- según la cual "el entendimiento no extrae sus leyes de la naturaleza, sino que se las prescribe a ésta", lo que le inclina a concluir que "naturaleza=mundo como representación, es decir, como error"[23].
Retornamos al comienzo de nuestro camino. Sugería que íbamos a hablar de la imposibilidad de la representación. Se entenderá ahora que deseaba hablar de la imposibilidad de la representación en tanto producción que testifica la verdad del ser. Hay representación, pero entendida como orgulloso simulacro, como vanagloria de una conciencia que elude las trampas de una ontología constituida, cerrada en su apareamiento con el ser.
Volvemos al principio, he dicho... No han olvidado a Celan, no han olvidado a Beckett. Podría convocar a otros fantasmas -de Artaud a Faulkner. Pero prefiero hoy, aquí y ahora, la compañía de los dos desterrados con los que comenzaba a brindar al principio.
El Acontecimiento Celan sigue abierto. Debe seguir abierto. Sabemos la razón, que no es ni mucho menos retórico-literaria -es curioso: los académicos citan a Celan, pero los académicos no suelen comunicar por qué citan a Celan, a esa sombra que se arrojó al Sena desde el Puente Mirabeau a finales de abril de 1968. El Acontecimiento Celan resulta extraordinario para nosotros: él señala la imposibilidad de la representación.
Las referencias al hermetismo de su poesía son prácticamente unánimes -algún día habrá que recordar su poesía sentimental, esa dedicada a los acontecimientos que vive, a su hijo Eric, a su mujer Gisèle Lestrange o a la presencia de su madre: Allemann o Jabés han insistido en lo que se entiende como esencial de su obra y bastaría remitir al magnífico comentario que Szondi lleva a cabo del largo poema Engführung y que subtitula reveladoramente Ensayo sobre la inteligibilidad del poema moderno o, desde luego, la consideración derridiana sobre el sentido de la evocación de Schibboleth, consigna que aparece en varias composiciones de Celan. Concedamos la razón a Lacoue-Labarthe: "La amenaza idiomática: la amenaza del hermetismo y la oscuridad"[24] se despliega con naturalidad y fuerza en la obra celaniana. No deseo avanzar por este camino que nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo: me limito a señalar hasta qué extremo la invocación de la oscuridad -"veo vivir mi oscuridad", confesará en Von Schwelle zu Schwelle-, el juego con lo incierto, la taxativa voluntad de enmascarar el sentido -"gib ihm den Schatten" al sentido, da sombra al sentido-, la evocación imposible de lo perdido, el recuerdo amargado de las "riquezas de perdido lenguaje pervertido" que se revela en un poema de Atemwende (Cambio de aliento), en fin, la marca directriz que se manifiesta en el lema Wahr spricht, wer Schatten spricht (Verdad dice quien sombra dice) constituyen un horizonte semántico de fácil catalogación.
Lo que nos importa es remarcar dos aspectos esenciales y posteriormente preguntarnos por qué los mismos inundan la obra de Celan hasta convertirla en un ejemplo de la imposibilidad de la representación. El primero de ellos se revela modélicamente en uno de sus poemas más conocidos. Se titula Todesfuge y tiene una larga historia en la que no puedo detenerme aquí y ahora. Recuperaré un verso del mismo. Ha sido sumamente citado. Se me permitirá leer tres versos:
"Grita que suene más dulce la muerte la muerte es un Maestro Alemán
grita más oscuro el tañido de los violines así subiréis como humo en el aire
así tendréis una fosa en las nubes no se yace allí estrecho"[25].
El poema ha sido considerado el Gernika poético. Esquivemos el asunto. Lo que llama básicamente la atención es la contundente afirmación: der Tod ist ein Meister aus Deutschland"... Parecerá obvio que Celan estigmatiza una cultura que desearía olvidar o, más exactamente, que desearía que no hubiera existido. Su cultura, la alemana -en la que ha sido educado y que le ha seducido durante una infancia y juventud-, aparece como el mensajero de la muerte. Todos aparecen como los mensajeros de la muerte... El segundo aspecto que deseo remarcar es, a mi modo de ver, la confesión de su interés poético y que se manifiesta en un verso recogido en Die Niemandsrose (La rosa de nadie) en el que se sugiere que, si viniera al mundo hoy, "con las barba de luz de los patriarcas: debería, si hablara de este tiempo, debería sólo balbucir y balbucir, siempre-, asíasí"[26]. Es revelador ese "er dürfte nur lallen und lallen"... Balbucir, balbucir: es lo que ha hecho Celan, el patriarca que reaparece con la barba de luz. Creo que podemos vincular las dos referencias: pues si sólo resta la posibilidad del balbuceo, la aproximación a lo oscuro y la celebración de la sombra inyectada en el sentido es porque "la muerte es un maestro en Alemania". Esto es, la representación reducida a balbuceo es la única estrella orientadora porque toda otra posibilidad es generadora de muerte y de las nubes que forman el humo de las víctimas cuyo sacrificio legitima el Meister aus Deutschland...
Qué sentido debemos conceder a este movimiento en apariencia tan paradójico...: el Maestro ha enseñado a balbucear imponiendo la precisión de la sombra en el sentido. Celan se mueve en un complejo panorama. Creo que está limitado por dos posiciones. Benjamin y Nelly Sachs las representan: el primero resulta ser un contundente crítico de la cultura en general -la apoteosis de su rechazo quedará fijada en las Tesis- y, a un tiempo, admirador entusiasta del capital literario y estético moderno, mientras que la poetisa, igualmente crítica con el horizonte moderno que ha desembocado en Auschwitz, preconizaba una reconciliación entre los contendientes bélicos como si se pudiera extender un telón de silencio sobre el holocausto". La idea de reconciliación es totalmente ajena al espíritu de Celan"[27], subraya Bollack. Pero la difícil posición de Benjamin, a quien dedicará un poema titulado Port Bou-¿Alemán?, también le resulta insoportable a Celan, quien "se enfurece con esta apología enmascarada de la tradición que borra las responsabilidades de los poetas"[28]. La cultura, en su afán representativo, ha facilitado el horror. Y la maquinaria no presenta quiebra alguna: el dominio sobre el lenguaje ha convertido el discurso en un arma, en el fósforo que ilumina el andar del verdugo hacia los hornos crematorios. Por esto mismo, la representación fundada en la tradición es imposible. Resta tan apenas el estrangulamiento del lenguaje-cultura que ha cosido estrellas amarillas en la frente de los refractarios. La requisitoria contra la representación es histórico-política en Celan. Contra la representación, el balbuceo que se escapa entre los dedos, la liquidez del ácido que redime de toda culpa y exime de la responsabilidad en la arquitectura del horror.
Heidegger, absolutamente incompetente para la mínima comprensión de la naturaleza de lo poético, confesará que Celan le parece al borde de la locura. Me atrevería a corregir con virulencia su diagnóstico precipitado y estúpido. Celan nada en el borde de la derrota -del que los dolores de los últimos años son consecuencia: la venganza de su lenguaje ha sido despotenciada por la maquinaria cultural.
Quien le hubiera comprendido hubiera sido Beckett, la segunda compañía que nos va acompañar en este desenlace de nuestra modesta reflexión. Y no, ciertamente, porque el texto de Beckett radicalice el hermetismo de la literatura celaniana: existe un nivel de hermetismo en la poesía del poeta rumano cuyo secreto puede revelarse en alguna medida atendiendo a las circunstancias que han inspirado los versos, mientras que la obra del escritor irlandés se agota en su misma textualidad. Beckett es repetitivo, no añade nada, no dice nada: quien se aproxime a sus versos, por ejemplo, sentirá un estremecimiento provocado por la incomprensión, por la sensación de haber irrumpido en una atmósfera que impide vislumbrar una silueta, una sombra, una mano amiga y cercana. Nada, absolutamente nada excepto la oscuridad o la crueldad entintada de ironía:
"noche que tanto hace
implorar al amanecer
noche por favor
llega de una vez"[29] o
"el enano nonagenario
ante el suspiro final
por favor que al menos la caja
sea tamaño normal"[30].
La sensación de extravío o extrema sorpresa se reitera en su obra teatral donde, de Esperando a Godot a Final de partida o La última cinta de Krapp no ocurre nada o, más estrictamente, tan sólo ocurre el despliegue de la Nada como reiteración de lo real. El Ser reducido al retorno de una similitud en la que la única novedad es el convencimiento de que no ocurrirá sino la espera en el nada ocurrirá. Y, por supuesto, éste el es asunto de su prodigioso interés ficcional: de Watt o Molloy a Pim, el protagonista que se arrastra meticuloso, herido, sorprendido, en Cómo es, el testamento literario beckettiano, los personajes de sus novelas sospechan o saben que no ha pasado nada, que su existir ha consistido en la vana y heroica resistencia de respirar sin nada que esperar, de moverse sin saber en qué dirección se camina, de hablar sin aguardar la sensatez de una respuesta.
Esta impresión ha abonado la idea de que "el pesimismo de Beckett es, de hecho, universal"[31] o, como sostiene el mismo Georg Hensel, que "el pesimismo tuvo que aguardar a Beckett para llegar a ser absoluto, irredimible"[32]. Según tal consideración, Beckett habría estado empeñado en representar la verdad de un mundo absurdo y radicalmente insuficiente. Su progresivo alejamiento textual, la orfandad lingüística de sus últimas producciones, pondrían de manifiesto que la única representación posible es la que nada dice porque nada puede decirse o, más estrictamente, todo decir es inútil.
Creo, sin embargo, que tal interpretación, sumamente extendida si se tienen en cuenta algunas de sus referencias lectoras más próximas, de Strindberg a Sartre, es incorrecta o, al menos, injusta e insuficiente. Hace años, en unos de los primeros escritos referidos a Beckett y publicados en el ámbito español, una breve introducción a su obra de J. Talens, se insinuaba en un momento que hay en la obra de aquél la celebración extraña de una fiesta-utopía que renegaría del tópico del pesimismo beckketiano. La idea ha sido revalorizada por A. Badiou en Beckett. El infatigable deseo, un breve escrito de 1995: "Nos oponemos a la idea generalizada según la cual Beckett habría dirigido sus pasos hacia una indigencia nihilista, hacia una radical opacidad de las significaciones (…) Nuestro parecer -continúa Badiou- es que la trayectoria de Beckett es más bien la de aquel que parte de una creencia velada en la predestinación, para dirigirse hacia el examen de las condiciones posibles, aunque sean aleatorias o mínimas, de una libertad"[33]. ¿Qué sentido tiene, entonces, su hermetismo, su alejamiento de nosotros? Es en la búsqueda de una respuesta cuando la fraternidad entre Celan y Beckett se revela -como dos hermanos: mirándose, reconociéndose, pero distintos, bautizados con nombres inconciliables...
Pues bien, quisiera señalar dos aspectos.
Por un lado, recordar el extendido acuerdo en relación a la constatación de que la obra de Beckett está caracterizada por la disolución del sujeto. Talens o García Landa lo han señalado en sus respectivas monografías. Inevitable. Beckett había avanzado su originalidad en el texto que dedica a Proust en 1931. Fijémonos en lo que escribe: "La vida es hábito. O, más bien, la vida es una sucesión de hábitos, puesto que el individuo es una sucesión de individuos; al ser el mundo una proyección de la consciencia individual..., el pacto debe ser continuamente renovado, la carta de salvoconducto puesta al día. La creación del mundo no ocurrió de una vez por todas sino que se renueva cada día"[34]. La requisitoria contra el memorialismo proustiano es fortísima y de una densidad filosófica memorable. Establecida tan temprana perspectiva, parecerá natural que Watt, Molloy, Malone, el Innombrable o Pim carezcan de identidad. Más exactamente: su identidad es la que fija la circunstancia o el recuerdo que nunca sabremos si es pertinente o preciso.
En segundo lugar, retornará a esta afirmación: la creación del mundo no ocurrió de una vez por todas sino que se renueva cada día... No es preciso extenderse en demasía. Beckett advierte sobre el carácter constituyente de lo real para nosotros, sobre su liquidez, sobre su movilidad esencial. Entonces, la representación de la verdad del Ser no puede revelarse sino como juego con la patencia frágil o como voluntad irrisoria de un imposible ir más allá. La desmembración lingüística celaniana se transforma en silencio sobre la verdad del Ser, en descuido incluso sobre la patencia de lo real que cansa a unos y otros -al poeta Beckett, a Vladimiro y Estragón que sospechan que él nunca llegará, a Hamm y Clov, al Innombrable... En cierto sentido tenía razón Adorno cuando apuntaba que "la poesía se ha reducido a ese ámbito en el que reina progresivamente una desilusión sin reservas y el concepto mismo de lo poético se va consumiendo. Y es esto precisamente lo que hace arrolladora la obra de Beckett"[35]. Pero sí me atrevo a afirmar que en cierto sentido es porque Adorno subraya especialmente el carácter de la obra de Beckett como efecto de la alienación capitalista-burguesa que hace perder consistencia a la potencia del sujeto. Por el contrario, y desde mi punto de vista, el cuestionamiento del sujeto es en Beckett el efecto de la comprensión de un Ser que sólo se revela como patencia frágil, móvil y siempre sometida a las catástrofes del devenir.
Por esto mismo, si hemos de aceptar, desde la matriz ontológica, que el mundo se renueva cada día, habremos de aceptar igualmente que toda pretensión de representación -en el sentido clásico que ha venido marcando esta reflexión- es inútil. El devenir constituyente del Ser convierte la representación clásica en una potente ilusión sobre cuyos efectos ético-políticos he insistido en Mirada, escritura, poder y que me ha llevado a reivindicar la posible potencia teórica de la post-modernidad en Crítica de la razón postmoderna [36] . Representar es enriquecer el simulacro. Nunca se representa de la misma manera lo idéntico por cuanto lo idéntico es el devenir puro que se despliega... Representar es el juego con la patencia que reconoce la indecibilidad de lo que está más allá del simulacro.
Otra forma de representación se aventura. Preguntarnos por su conveniencia abriría otro tema que no es pertinente cuestionar ahora. Deleuze respondía, cuando se preguntaba acerca de la motivación platónica a favor de la identidad-contra la diferencia, que "es una motivación moral en toda su pureza la que en él se declara: la voluntad de eliminar los simulacros o fantasmas no tiene otra motivación que la moral"[37]. Entendamos ahora que, en efecto, la apuesta en favor de una representación seducida por el brillo repentino del simulacro es, igualmente político-moral: ella vive desafecta de la hegemonía de un espacio-tiempo, de una Mirada privilegiada, y, por lo mismo, carente de cualquier pretensión de jerarquización estético-política. Pero, como he advertido, esta es ya otra cuestión.
Appendices
Notas
-
[1]
Felstiner, J.: P. Celan. Poeta, superviviente, judío, Madrid, Trotta, 2002, p. 384.
-
[2]
Bernal, O.: Lenguaje y ficción en las novelas de Beckett, Barcelona, 1969, p. 126.
-
[3]
Juliet, Ch.: Encuentros con S. Beckett, Madrid, Siruela, 2006, p. 26
-
[4]
Allemann, B.: "La poesía de P. Celan", en Rosa cúbica, nº 15-16, invierno 1995-1996, p. 86.
-
[5]
Gombrowicz, W.: Cosmos, Barcelona, Seix Barral, 1969, p. 63.
-
[6]
Merleau-Ponty, M.: Sentido y sinsentido, Barcelona, Península, 1977, p. 58.
-
[7]
Ibid., p. 59.
-
[8]
Gadamer, H-G.: Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, p. 549.
-
[9]
White, H.: El texto histórico como artefacto literario, Barcelona, Paidós, 2003, p. 104.
-
[10]
Ibid., p. 136.
-
[11]
Aristóteles: Poética, Madrid, Istmo, 2002, p. 45.
-
[12]
Rodríguez García, J. L.: Mirada, escritura, poder. Una relectura del devenir occidental. Prólogo de Manuel Cruz. Barcelona, Edicions Bellaterra, 2002.
-
[13]
Flaubert, G.: Bouvard y Pécuchet, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 152.
-
[14]
Heidegger, M.: De camino al habla, Barcelona, Ed. del Serbal,. 1987, p. 138.
-
[15]
Rorty, R.: La filosofía y el espejo de la naturaleza, Madrid, Cátedra, 2001, p. 245.
-
[16]
Eco. U.: Obra abierta, Barcelona, Ariel, 1979, p. 52.
-
[17]
Ibid., p. 96.
-
[18]
Deleuze, G.: Diferencia y repetición, Oviedo, Júcar, 1988, p. 87.
-
[19]
Nietzsche, F.: Humano, demasiado humano, 1, Madrid, Akal, 1996, p. 43.
-
[20]
Ibid., p. 124.
-
[21]
Deleuze, G.: Nietzsche, Madrid, Arena libros, 2000, p. 48.
-
[22]
Blanchot, M.: El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Avila, 1970, pp. 417-418.
-
[23]
Nietzsche, F., op. cit., p. 54.
-
[24]
Lacoue-Labarthe, Ph.: La poesía como experiencia, Madrid, Arena libros, 1996, p. 67.
-
[25]
Celan, P.: Obras completas, Madrid, Trotta, 1999, p. 64.
-
[26]
Ibid., p. 163.
-
[27]
Bollack, J.: Poesía contra poesía, Madrid, Trotta, 2005, p. 443.
-
[28]
Ibid., p. 158.
-
[29]
Beckett, S.: Quiebros y poemas, Madrid, Árdora, 2005, p. 29.
-
[30]
Ibid., p. 75.
-
[31]
Hensel, G.: S. Beckett, México, FCE, 1972, p. 18.
-
[32]
Ibid., p. 20.
-
[33]
Badiou, A.: Beckett. El infatigable deseo, Madrid, Arena libros, 2007, p. 35.
-
[34]
Beckett, S.: Proust, Barcelona, Península, 1989, p. 19.
-
[35]
Adorno, Th.: Teoría estética, Barcelona, Orbis, 1983, p.30.
-
[36]
Rodríguez García, J. L.: Crítica de la razón postmoderna. Madrid, Biblioteca Nueva, 2006.
-
[37]
Deleuze, G.: Diferencia y repetición, op. cit., p. 422.