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Esta publicación se enmarca en la continuación de los temas desarrollados en las sesiones anteriores y tiene como objetivo hablar de los orígenes de la justicia transicional que, de muchas maneras, nació en América Latina.[1]

Dos dimensiones caracterizan la justicia transicional. La primera dimensión alude a procesos de lucha social en sociedades enfrentadas con legados históricos de violaciones masivas o sistemáticas de derechos humanos, en el contexto de una transición de la dictadura a la democracia o del conflicto armado a la paz. Concretamente, esas luchas sociales han desarrollado estrategias para reivindicar la memoria de los caídos, insistir en la verdad, en la justicia, en las reparaciones y en las medidas de no repetición.[2] La segunda dimensión es que esas mismas luchas sociales han dado lugar a desarrollos normativos de marcado progreso en el derecho internacional de los derechos humanos. El progreso ha sido rápido porque hace 15 o 20 años, hablábamos de "normas emergentes" lo cual implicaba una cierta falta de firmeza en su carácter vinculante. Hoy, en cambio, aludimos a tales normas como claramente obligatories para los Estados aunque en su implementación en el derecho interno pueda haber un margen de acción en la elección de alternativas. Se trata, pues, de normas vinculantes de derecho internacional sobre qué le deben las sociedades a las víctimas de atrocidades masivas en el momento en que las naciones emergen de dictaduras o de conflictos armados. Dicho de otro modo, hoy los Estados tienen obligaciones afirmativas en cuanto a la reivindicación del pasado reciente y al restablecimiento de la justicia, la verdad y la memoria.[3]

Obviamente, la justicia transicional hoy se nutre de otras experiencias, no solamente de América Latina, especialmente las del Europa oriental después de la caída del muro de Berlín[4] y, en una tercera etapa, la experiencia sudafricana.[5] Es cierto que la justicia transicional se ha transformado en una herramienta importante para enfrentar procesos de este tipo en todas las latitudes del mundo.

En cuanto al origen de esto que llamamos justicia transicional, empieza con las transiciones de la dictadura a la democracia en Argentina y en Chile, en momentos en que la sociedad tenía legados históricos de atrocidades masivas que dejaban en esos momentos heridas abiertas en el tejido social y que estaban rodeadas de ocultamiento y de negacionismo[6]. Tales atrocidades masivas incluían las desapariciones forzadas de personas, las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, la detención arbitraria y prolongada, y hasta el exilio forzado. Todas estas variaciones de la crueldad estatal reclamaban una respuesta. Estas respuestas se dieron en un contexto donde había también una gran ansiedad por restituir una forma de gobierno y de convivencia democrática con el ejercicio efectivo de las libertades públicas. Al mismo tiempo, esa restauración democrática remitía a la necesidad de la reafirmación del estado de derecho, entendido como la situación en la que la ley se cumple y las instituciones cumplen en cada caso con el rol que deben cumplir, sin excepciones discriminatorias. El estado de derecho es un régimen en el cual no existen privilegios para quienes hayan cometido crímenes mientras vestían uniformes oficiales o representaban a la autoridad estatal.

En ese sentido, había en esos momentos grandes obstáculos para la realización de la verdad y la justicia. En primer lugar, había la existencia de autoamnistías, como el decreto que Pinochet se dictó para sí mismo en 1978[7]. Pero también, en los momentos iniciales de la transición democrática, había obstáculos erigidos por las “pseudo amnistías” como las leyes a las cuales hace mención Sol Ana Hourcade en su ponencia, y a las que se agrega la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en Uruguay. Llamo “pseudo amnistías” a estas leyes porque la palabra amnistía no se menciona y, sin embargo, su efecto concreto — así como el objetivo perseguido — era el de ser amnistías.[8] Asimismo, había en una gran medida impunidad de facto, no de iure, en el sentido de la falta de voluntad de los gobiernos de las muy jóvenes democracias de tocar estos temas, de impulsar acciones penales, o mínimamente de lleva a cabo investigaciones.[9]

Como ya se ha mencionado en este número especial, había amenazas muy concretas contra la continuidad del sistema constitucional, amenazas que no se podían descartar y aún menos en ese momento, por la proximidad cronológica con lo que había pasado recientemente[10]. Había momentos en que algunos de buena fe[11] decían que era mejor no menear mucho este asunto porque “estamos más preocupados por las violaciones futuras que por las pasadas y por lo tanto mejor no provocar a la bestia a volver a tomar el poder y cometer otras atrocidades.” La historia no les dio la razón a estas personas de buena fe, porque no entendieron que la verdad era la única manera de impedir y prevenir que tragedias como estas vuelvan a ocurrir en el futuro. La prevención de nuevas atrocidades pasaba necesariamente por restaurar la verdad, la justicia y la memoria, y no ocultarlas ni negarlas: es decir, dar justicia a las víctimas y a sus familiares.

Por supuesto, había también complicidad con la impunidad por parte de sectores políticos y de sectores sociales que querían que el nuevo estado democrático mantuviera el statu quo de privilegios y exclusión. Estos sectores entendían que ese statu quo estaba más garantizado con fuerzas armadas y policiales que no fueren vulneradas por las aspiraciones democráticas de justicia de las víctimas y de otros[12]. Pero, en el mismo tiempo, había algunos factores de transformación importante que se mencionan en otros capítulos de este volumen y que son, en primer lugar, las organizaciones de víctimas y las ONGs de derechos humanos que habían nacido al calor de la dictadura, y las que se fueron formando en el momento en que había posibilidad de mayor libertad de expresión y de movilización popular[13]. Además, estas organizaciones, en muchos casos, tenían un liderazgo de una gran sofisticación política y altísima responsabilidad moral, con lo cual a poco andar se ganaron la adhesión de cada vez más amplios círculos de la opinión política. Con eso, se constituyeron eventualmente en una fuerza que podía superar estos obstáculos.

La capacidad que se ha desarrollado permitió expandir la agenda de derechos humanos a círculos que no fueron directamente afectados. Afortunadamente, se ha mantenido 35 o 40 años después y explica por qué todavía no ha habido retrocesos, o por lo menos no definitivos, en cuanto a los valores de la justicia transicional en nuestro continente. Esto no quiere decir que no haya siempre la posibilidad de retrocesos, como en la insistencia de algunos en la reivindicación de las peores formas de la Guerra Sucia; pero afortunadamente, la línea se mantiene y nuestras sociedades en general están completamente identificadas con la necesidad de la justicia como parte del Estado de derecho y como parte de las reivindicaciones democráticas.

Por eso, en aquellos momentos se experimentó con distintas formas de recuperar la verdad, la memoria y la justicia, desde las formas de buscar la verdad y la obligación de revelarla a la sociedad entera y a los familiares especialmente, pero también desde sofisticaciones en la forma de hacerlo. Por ejemplo, la Comisión de Verdad y Reconciliación del Perú, que mencionó Cynthia Milton, es una forma más reciente que representa una etapa superior en la forma en que se enfrentan estos procesos de verdad. De hecho, además de escuchar a las víctimas en el cuadro de la comisión y de las audiencias públicas, fue una de las primeras comisiones que se trasladó al territorio[14] y, tal como explicó Luz Marina Monzón Cifuentes en su contribución, en Colombia, la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas está haciendo lo mismo.[15]

En cuanto a esa Comisión de la verdad y reconciliación del Perú, es importante destacar que es la primera que analiza de forma más equitativa las violaciones cometidas por ambos bandos en el conflicto armado. Y, aun así, esta comisión es vilipendiada como demuestra Cynthia Milton.[16] Pero, además de los experimentos con la verdad que ya se han explicado y que se han ido perfeccionando, también ha habido intentos de hacer justicia, tal como en el caso analizado por Cynthia Milton y en los otros casos investigados por los autores en esta revista. Se consiguió sobreponerse a formalismos y normas de derecho interno restrictivas que impedían la posibilidad de enfrentarse al pasado, se superaron las leyes de amnistía, de autoamnistía o de “pseudo amnistía” y se superó en alguna medida también la impunidad de facto mediante el recurso al derecho internacional.[17] La noción de crímenes de lesa humanidad es una contribución del derecho internacional que empezó con el juicio de Núremberg[18] y que se concretizó con los desarrollos normativos que han habido en la Corte Interamericana[19] y en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos[20]. Asimismo, las normas que, en mayor o menor medida, acogen los órganos de protección universal de Naciones Unidas, así como las cortes y comisiones regionales que existen en otros continentes, consagran de la misma manera y con una llamativa uniformidad que hay ciertos delitos[21] que no se pueden tolerar. Frente a esos delitos, por su condición de estar insertos en un ataque masivo o sistemático contra la población civil, se requiere del Estado una respuesta que no puede prescindir de la investigación, procesamiento y castigo de los que resulten ser responsables.

De la misma forma, se hicieron ensayos con la reparación a las víctimas, incluyendo la reparación moral, el pedido de disculpas, la reivindicación de la memoria de las víctimas y con las medidas llamadas de “no repetición”. Esas pueden resumirse como reformas institucionales profundas para que aquellos que violaron y que abusaron de su poder en las instituciones públicas, fuerzas armadas, policiales y hasta en la justicia y el Ministerio Público, no puedan seguir ejerciendo sus funciones en instituciones ahora remozadas y adaptadas al Estado democrático. Claramente hubo desafíos distintos cuando se trataba de poner fin a conflictos armados, sin embargo, en los casos en los que los conflictos armados se resolvieron con intervención de la comunidad internacional como en El Salvador y luego en Guatemala, se reivindicó la necesidad de que se respetaran estos principios internacionales sobre justicia, verdad, reconciliación, reparaciones y reforma institucional.

Obviamente, el ejemplo más reciente es el de Colombia, donde podemos tener distintas apreciaciones sobre cuánta verdad, cuánta justicia y cuánta reparación va a haber, pero sí sabemos por lo menos que el acuerdo de paz de La Habana respeta este principio internacional de que hay ciertos delitos que no pueden quedar impunes. Aún si se autorizan algunas reducciones de pena para los responsables de delitos graves, se han condicionado estas reducciones de pena a la obligación de contribuir a la verdad y a la justicia para todas las víctimas. A priori, el acuerdo, la enmienda constitucional y la legislación que se dictaron a raíz del acuerdo respetan a estos principios internacionales ya mencionados, a despecho de que vamos a tener que ver cómo termina el asunto y qué pasa cuando se cumpla todo el desarrollo del acuerdo de paz de Colombia, para saber si efectivamente se ha logrado reivindicar la verdad y la justicia.

El texto de José Antonio Guevara Bermúdez trata algunos de los desafíos actuales de la justicia transicional, tomando por ejemplo la situación en México y, más precisamente, la falta de claridad que existe con respecto a alguna de las discusiones que se han dado. Destaca, sobre todo y más gravemente, el silencio del nuevo gobierno mexicano frente a una propuesta detallada que las organizaciones de la sociedad civil mexicana le han hecho.[22] No obstante, ha habido ya algunos avances, por lo menos en el caso Ayotzinapa.[23] En la sección de Rachel Hatcher, se trata de la situación en El Salvador y especialmente que todavía sigue abierto el caso de El Mozote[24], caso que debe llegar a una sentencia justa en su momento[25]. El panorama que es más desolador es el de Guatemala, donde no solamente se han revertido conquistas como el juicio por genocidio del General Efraín Ríos Montt y uno de sus secuaces, sino que hay todo un embate de represalias contra quienes intervinieron en esos juicios, y también contra quiénes ayudaron durante 12 años a la labor importantísima de la CICIG.[26]

Al considerar la situación actual, es posible ser escéptico sobre la posibilidad de que haya avances con los principios de justicia de transición frente a otros grandes problemas que tienen nuestras sociedades. Tratar de aplicar los principios de la justicia transicional a las violaciones de derechos económicos, sociales y culturales no les hace favor a estos derechos porque no se puede establecer responsabilidades penales individuales por violaciones que son estructurales, hasta ancestrales y que han sido permanentes en la sociedad, o al menos de larga data.[27] Asimismo, la lucha contra la corrupción debe tener otros elementos y no tratar de copiar los mecanismos de justicia transicional, porque para ella, estos principios no parecen ser una respuesta fructífera. Tanto para la lucha contra la corrupción como para la implementación de la justicia distributiva se necesitan propuestas concretas y la decisión política de verlas avanzar.[28]

Un retroceso importante es la falta de cumplimiento de las sentencias de la Corte Interamericana en los casos Gomes Lund y otros c Brasil[29] y Gelman c Uruguay[30]. En el caso de Brasil, hay además retrocesos políticos y hasta mediáticos y culturales importantes, con un presidente que reivindica a la tortura. Se está generando un efecto bastante negativo sobre la sociedad.[31] Sin embargo, hay fuerzas tanto en Brasil como en Uruguay que siguen interesadas en que no se olviden las violaciones cometidas por ambas dictaduras y que de alguna manera se siga adelante con alguno de los procesos que se puedan seguir adelante.

Para terminar, este proceso de 40 años ha mejorado de manera importante los instrumentos con que contamos para luchar contra la impunidad. Lo que se ha instalado es, por un lado, que todos estos procesos deben tener una amplia y activa participación de las víctimas o de sus familiares y de sus organizaciones. En materia de justicia, cada vez se insiste más en que los procesos penales tienen que dar la oportunidad a las víctimas de participar, ya sea como querellante — o partie civile cómo se dice en francés — o de alguna otra manera para que el proceso penal no esté circunscripto a la completa autonomía y discrecionalidad de los Ministerios Públicos para decidir si se persigue o no la justicia. En los procesos de búsqueda de la verdad y en las reparaciones deben participar las víctimas, tanto en el diseño de esos mecanismos como en su ejecución. De tal manera que quizás las víctimas y sobrevivientes de atrocidades masivas no sean sujetos pasivos a quienes, con suerte, solamente se las escucha; antes bien, deben ser participantes activos para que también puedan ser agentes de transformación. En cuanto a la reforma institucional, ha sido imprescindible que las víctimas participen en señalar a aquellos elementos que todavía quedaban en las fuerzas de seguridad, en la justicia o en el Ministerio Público y que habían participado activamente en violaciones masivas y sistemáticas en el pasado reciente.[32] Esa descalificación, el vetting como le dicen en las Naciones Unidas[33], es esencial para la reforma institucional y es un principio fundamental de medida de no repetición consagrado por el derecho internacional de los derechos humanos.

Sin embargo, el logro que ha tenido mayor significación es que se ha reivindicado a la memoria, que no es uno de los cuatro mecanismos, pero que sí se ha hecho lugar en la justicia transicional como uno de los objetivos principales que tienen todos estos mecanismos y todos estos procesos sociales. El objetivo es que no se olviden ni estos hechos atroces ni el sufrimiento de sus víctimas, porque si reivindicamos la memoria, hacemos más posible que no se vuelva a repetir lo que sucedió en el pasado.

Por último, en cuanto a la reconciliación, es necesario subrayar por qué es una “mala palabra” en la Argentina: es porque era la excusa para que no se hiciera nada. Era la imposición de la reconciliación como un valor que al final no tiene ninguna diferencia con la impunidad.[34] En cambio, a lo largo de todos estos procesos, la reconciliación nacional ha obtenido su lugar real y verdadero en el programa de la justicia transicional. Fundamentalmente, la reconciliación es un estado de ánimo individual de las personas que han sido victimizadas y también un estado social en el cual la sociedad se ve a sí misma como en equilibrio y con posibilidades de resolver sus conflictos sin violencia y con respeto a las opiniones y a los derechos de todos. Ese estado de ánimo es un estado al que se llega, no es un estado que se decreta desde el poder. Y se llega a él a través de procesos, precisamente a través de los procesos de verdad, justicia, reparaciones y medidas de no repetición ejecutados de buena fe, con debida diligencia, y hasta el máximo de las posibilidades de la sociedad y del Estado. En esas condiciones, la reconciliación sí tiene un gran valor, pero tiene un gran valor como meta, no como estado impuesto desde el poder. De esta manera, la reconciliación es efectiva también como una forma de prevención de violaciones de derechos humanos en el futuro.

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Estas son las cuestiones que animan actualmente la justicia transicional y que dan esperanza porque demuestran que nuestras sociedades en todo el continente van a seguir luchando por estos principios y estas reivindicaciones, sin perjuicio de que nunca van a faltar las marchas atrás, las presiones y los intentos de revisionismo histórico.