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El libro cuya reseña presentamos aquí pone de relieve la figura del traductor en una época (siglos XVIII y XIX) y en áreas de conocimiento concretas (obras científicas y técnicas). Con este estudio, la autora se hace eco de la presencia del traductor a través de las portadas de las obras, los prólogos y las notas.

La visibilidad del traductor se estructura en torno a cuatro capítulos más los prólogos de las traducciones estudiadas. La autora ofrece un estado de la cuestión minucioso donde figuran los grupos más relevantes en el estudio de la historia de la Traducción (cap. 1) para continuar con la contextualización histórica de la enseñanza de las ciencias, así como de la dificultad que existía para denominar los distintos campos estudiados (cap. 2). El capítulo 3 está íntegramente dedicado a los traductores y su visibilidad en el paratexto. Finalmente, el cap. 4 presenta las conclusiones del trabajo.

De especial relevancia es, a nuestro entender, la parte dedicada a la definición de los términos que designan los distintos campos estudiados pues la monografía se sitúa en un espacio temporal donde se empiezan a desligar unas disciplinas científicas de otras. Así se avanza de la agricultura como técnica de cultivo a la agronomía o estudio de todo lo relacionado con la agricultura incluida la economía. Pensemos que el origen del desarrollo agrícola como riqueza parte de la teoría económica de los fisiócratas cuyo representante fue el economista francés François Quesnay[1]. La autora nombra con gran acierto al también francés Pons Augustin Alletz y su obra L’Agronome[2] como una de las fuentes de esta disciplina. Siguiendo este mismo esquema, Álvarez Jurado, precisa la diferencia entre viticultura y enología, así como el paso de la vinificación a la enología ligada a la misma con “el surgimiento de la química moderna”.

En el capítulo 3, se entra en la parte sustantiva de la monografía, a saber, los traductores. La autora expone las razones por las que se traduce. Por un lado, el interés por la materia traducida y el escaso conocimiento de la lengua francesa, por otro, la demanda de conocimiento de los lectores para mejorar sus cultivos y métodos de trabajo, por ende, su situación económica. A decir de Álvarez Jurado, los autores de las traducciones “quieren ser vistos” pues su trabajo es importante, aunque la traducción no sea su modo de vida. Se sabe que la figura del traductor no será reputada como tal hasta finales del XIX, principios del XX. Tenemos el ejemplo de Miguel Gerónimo Suárez Núñez (1733-1791) que nunca fue reconocido como traductor en vida (Aguilar Piñal 2006) a pesar de su intensa labor traductora. Nombrando solo una de sus obras la extensa Memorias instructivas y curiosas (12 tomos)[3] donde intercala traducciones con obras de autores españoles -las menos- nos damos cuenta de la gran actividad traductora que llevó a cabo.

En las traducciones científicas y técnicas, sobre todo en el campo estudiado en esta monografía los cambios en los textos traducidos eran frecuentes pues los traductores adaptaban sus textos a las necesidades de sus lectores aplicando avant la lettre, la teoría funcionalista del Skopo de Reiss y Veermer (1996) que consiste, explicado de manera sucinta, en que toda traducción tiene una función y un público lector al que se debe el traductor, así como a quien le solicita el encargo. Para ello, los ‘cambios’ realizados forman parte del proceso traductor. Este rasgo traductológico se acentúa en el caso de los tratados técnicos estudiados pues tratándose de cultivos y modos de trabajar el vino, el clima meteorológico del país de origen del texto fuente y el clima del texto meta adquiere un valor esencial al tratarse, en ocasiones, de zonas geográficamente diferentes. Esa singularidad es lo que la autora llama “apropiación” del texto origen.

La visibilidad del traductor queda reflejada en la portada de las obras donde figura su nombre con el del autor y en lo que llama “instancias paratextuales”, es decir, prólogos y notas del traductor. En los prólogos, el traductor justifica los cambios como mensaje a sus lectores. Según la autora, esta “apropiación” junto con la información que figura en la portada determinan que el traductor sea considerado como “co-autor”. Una idea novedosa e interesante pues de este modo, Álvarez Jurado sitúa al traductor al mismo nivel que el autor. El prólogo es, asimismo, la atalaya desde donde el traductor, ya convertido en experto, se erige en guía del lector.

El segundo elemento imprescindible para el estudio de los traductores y su visibilidad son las notas al pie pues en ellas se “oye” la voz del autor de las mismas. Sin embargo, con las notas nos encontramos con un escollo: la denominación. Cada autor que ha escrito al respecto las ha denominado de manera diferente como queda reflejado en este libro. Álvarez Jurado hace un recorrido sobre los distintos autores que se han acercado a esta cuestión y a las distintas clasificaciones llevadas a cabo. La autora se basa en esa investigación preliminar para definir las notas del traductor de las obras estudiadas y clasificarlas. Sabemos que hacer una clasificación no es tarea sencilla, sin embargo, nos habría gustado encontrar en la monografía una clasificación específica de la autora pues deja claro que, en algunos casos, la nomenclatura es distinta para el mismo tipo de nota. Quizá en un trabajo futuro, nuestra autora emprenda la tarea de unificar la nomenclatura de las notas pues sería un avance en la normalización denominativa siempre tan compleja.

Finalmente, cabe destacar de esta monografía la novedad y el avance en el estudio de la figura traductor en los siglos XVIII-XIX; cómo su visibilidad, hasta ahora estudiada desde otros ángulos, sale a la luz. Deseamos subrayar, asimismo, la recopilación y transcripción de los 23 prólogos por la utilidad que implica tenerlos en un mismo documento facilitando así la tarea del investigador.